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Discurso Sergio Ortega
PorEduardo Carrasco FechaSeptiembre 2003

Fotografía: Miguel Sayago

Queridos amigos

Nos convoca a este lugar un hecho triste. Toda muerte nos pone siempre ante el límite infranqueable de nuestra propia penuria humana. Somos seres mortales. Pero cuando lo que lamentamos es la muerte de un artista, esta penuria de ser hombres pareciera todavía más dolorosa. La creación es como una doble vida que pareciera sumarse a la vida natural y multiplicarse en obras que desafían los poderes corrosivos del tiempo. Por eso, la vida de un artista nos parece tan luminosa, tan transparente, tan cercana a la felicidad, y por eso, cuando ella se acaba, quedamos tan desconcertados y sin recursos ante el sorpresivo y fatal redescubrimiento de que a pesar de la fuerza, de la esperanza, del ímpetu vital que se traslucía en las obras, finalmente solo se trataba de un hombre, de un hombre que ejercitaba el prodigioso poder de su talento, pero de un hombre al fin y de nada más ni nada menos que de un hombre.

Pero por la misma razón, por la misma constatación de la finitud propia de toda existencia humana, se alza de inmediato como un contrapeso inobjetable la grandeza de la obra que un artista deja tras de sí y la valoración espontánea de su talento. Y el dolor de la muerte se mitiga con la permanencia de la obra. Un artista como Sergio Ortega ha desplegado un ímpetu vital tan extraordinario y poderoso que su vida parece multiplicarse y prolongarse más allá de la muerte. Su vida, desde el 2 de febrero de 1938 en que nació en Antofagasta hasta su muerte en Paris hace unos pocos días, es un itinerario de constantes búsquedas y prodigiosos descubrimientos que han dejado una huella profunda en la historia de nuestra cultura y de nuestra música. Más de 10 óperas, varias cantatas, música sinfónica, música de cámara, canciones, poemas sonoros, música para teatro y cine y hasta jingles y música propagandística para radio y televisión. Puede afirmarse con toda propiedad que en el ejercicio de esta vida muchas cosas cambiaron para todos nosotros, que a su paso por los escenarios en que ella tuvo lugar nada quedó como era antes.

Es cierto que Sergio Ortega conoció el éxito y el reconocimiento durante su vida. Algunas de sus canciones más conocidas recorrieron el mundo, se tradujeron a remotos idiomas, alcanzaron versiones insólitas como las 36 variaciones sobre El pueblo unido que hizo un músico norteamericano. Algunas de sus Óperas fueron estrenadas en Berlin y en Paris y la mayor parte de su obra clásica llegó a tener interpretaciones públicas en diferentes países del mundo. Sus canciones contingentes fueron coreadas por miles de chilenos durante las más masivas manifestaciones que registra nuestra historia. Su música para teatro y cine ha quedado en nuestra memoria identificada con expresiones ya clásicas de estas artes, como la obra de teatro sobre Murieta de Neruda o El Chacal de Nahueltoro de Miguel Littin.

Pero la obra de Sergio es extraordinariamente variada y sería injusto que de ella recordáramos solo los momentos y los resultados más exitosos. Su extensa obra como compositor de música de cámara, abarca obras de diferentes formatos y es extraordinariamente audaz. No debemos olvidar sus bullados estrenos en los Festivales de Música Chilena en los que en cada una de sus obras aparecían sonidos inéditos producidos con los más extraños recursos técnicos. Su propósito parecía ser el de transformar en música hasta el más humilde ruido y sus experimentos sorprendían hasta a los creadores más vanguardistas.

Pero no es solo como músico que su vida nos ha dejado huellas. Sergio Ortega también fue un notable maestro. Fue él quién fundó la primera Escuela Vespertina de Música Popular anexa al Conservatorio y en la que estudiaron músicos que llegarían a tener una gran importancia en la música popular, como algunos integrantes de Los Blops, de Los Intiillimani y de los Quilapayún, en los que sin lugar a dudas influyeron sus clases de armonía y composición. Fue él también el que en el exilio ganó por concurso la dirección de la École Nationale de Musique de Pantin, trabajo que mantuvo hasta su muerte y que le permitió continuar su obra de compositor con gran libertad disponiendo en su escuela de todos los recursos necesarios para desarrollar sus ideas musicales. Tampoco podemos olvidar su aporte a la televisión chilena en los tres años en que ejerció como director del Canal de TV de la Universidad de Chile.

Sin embargo, a pesar de estos éxitos profesionales y a pesar de la gran difusión que alcanzó su obra, muchos aspectos de ella siguen por descubrirse. Entre las grandes tareas que nos han puesto delante los avatares de nuestra historia reciente, una de las más importantes es la recuperación de las obras de chilenos exiliados que hoy día están repartidas por el mundo. Buena parte de la música de Sergio está en esta lista y su traída a Chile será el mejor y más justo homenaje que podremos hacerle.

No quisiera olvidar, en este breve recuento de su aporte y de sus méritos, el amor sincero que Sergio sintió por Chile. La palabra “patria” es una de las que más se repite en sus canciones, tanto en los tiempos de su lucha política en apoyo del Gobierno de la Unidad Popular, cómo en los tiempos de su exilio en Francia. Ninguna de sus obras desconoce este lazo original con su tierra madre y en todas ellas reconocemos el deseo de ahondar su vínculo original con los chilenos. “Cantos para chilenos” es el subtítulo de una de sus obras más conocidas, “La Fragua” reeditada hace algunos meses en Chile. Por eso, es tan conmovedor el testimonio que nos ha trasmitido el último deseo de Sergio de ser enterrado en Chile y cerca de la tumba de Víctor Jara. Esto último no se debe solamente a la declaración de una afinidad política, que por supuesto existe, sino a una afinidad mucho más radical y profunda nacida del compromiso radical y profundo que ambos artistas tienen con nuestro pueblo. Sergio Ortega, a pesar de haber sido educado en el arte más depurado de la composición contemporánea, fue un artista popular y quiso dejar testimonio de ello en todas sus obras. Quizás uno de los mejores ejemplos de ello es una simple obra de cámara escrita para cello que lleva como título “Conchalí”. La pongo como ejemplo, porque ella ha nacido del sensible recuerdo de un exiliado que vuelve a encontrar en un apartado rincón de su memoria la imagen nostálgica y brumosa de un barrio pobre de Santiago. No hay palabras, no hay discursos, no hay consignas, solo hay el entrañable amor de un artista por su patria y el hallazgo que únicamente ese amor descubre, de un débil resplandor de belleza que todavía es capaz de emerger en la miseria. Esa sinceridad la encontramos en muchas obras de Sergio y es la mejor demostración de la grandeza de su obra.

Sergio fue un gran luchador social, un hombre solidario que mantuvo una fidelidad sin fisuras hacia sus convicciones más profundas. El deja muchos amigos y muchas personas interesadas en preservar su memoria y en hacer revivir su obra. La gran familia de los artistas se ha hecho presente en este funeral, pero también instituciones políticas y sociales con las que mantuvo lazos de militancia, amistad y reconocimiento. Como representante del Estado chileno, como Ministro de la Cultura, como portavoz de una voluntad nacional que quiere manifestar su pesar por esta muerte, quisiera rendirle el más sentido homenaje y entregarle el mensaje esperanzador de que su obra sabrá ser recordada y valorada por nuestro pueblo como precioso don que ha enriquecido nuestra cultura y ha contribuido a que nuestra vida sea un poco más feliz y valedera. El mejor homenaje que podemos hacerle a un artista es mantener viva la llama que encendió su creatividad. Seguiremos escuchando su música porque en ella nos hemos descubierto un poco más a nosotros mismos y porque ella ha buscado enraizarse en nuestra tierra. Que nuestro adiós, sea un “hasta siempre” porque en la música de Sergio ha sonado, suena y seguirá sonando el ritmo y el latido del corazón de nuestro Chile.

Muchas gracias