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Se murió el Warren
PorEduardo Carrasco Fecha28 Abril 2007

Fotografía: Carlos Quezada

Se murió el Warren. Esta frase que parecía que nunca íbamos pronunciar, es expresión ahora de una triste realidad. El Warren parecía inmortal. Era tanta su modestia, su bonhomía, su generosidad, que uno lo veía como un eterno niño, que andaba sobrevolando en medio del mundo, completamente ajeno al dolor, a la tristeza y a las lágrimas. Y por lo tanto, también ajeno a la muerte que ahora tristemente se lo lleva.

Recuerdo muy bien la primera vez que vino a mi casa. Era una de esas fiestas de año nuevo, que en los primeros años de vida del Quilapayún, todos pasábamos juntos. Carlos Quezada lo invitó a nuestra celebración. Ambos eran ciudadanos de la República de Puente Alto y habían tenido juntos no me acuerdo qué aventuras musicales. Con su ingenuidad característica, Raúl nos habló de su afición a la música y de su frustración, porque tras largos años de estudio, había decidido abandonarla. Nos contó que había comenzado sus estudios de contrabajo con un profesor del Conservatorio que al principio se había mostrado muy amable con él. Al cabo de algunas semanas, y sin que él pudiera entender su actitud, notó que el profesor lo rehuía. El Warren llegaba puntualmente a su clase, pero no encontraba al profesor en la sala. Lo buscaba por todo el edificio y cuando lograba encontrarlo, siempre notaba en él actitudes huidizas. Un día lo encaró y le preguntó qué le pasaba. Y el profesor finalmente se sinceró con él: “Mire”, le dijo, “yo he hecho todo lo posible para enseñarle a tocar este instrumento, pero usted tiene tan mal oído, que me resulta un suplicio escucharlo tocar. Por favor, no sea cruel y abandone la música, porque si no, me va a hacer odiar mi trabajo”. Ante una declaración tan franca, a nuestro amigo no le quedó otra cosa que dejar el contrabajo y decidirse a proyectar su vida hacia otros destinos.

Nos contó, además, de donde venía su sobrenombre. Como había encanecido prematuramente, sus amigos le habían puesto “Guarén”. Pero al cabo de un tiempo, se habían apiadado de él y para darle un tinte anglosajón a la idea original, lo habían bautizado como “Warren”. Escucharlo contar estas historias, de las que, por supuesto, todos nos reíamos a carcajadas, lo transformó en un infaltable en nuestras reuniones.

Y el destino se encargó de devolverlo a la música, esta vez no como intérprete, sino como productor y manager, que fue lo que hizo durante el resto de su vida. Cuando lo conocimos, su existencia seguía otros rumbos: se había especializado en hacer trajes de hombre rana, que necesariamente deben ser hechos a medida, y trabajaba en un conocido comercio de esta especialidad, Aqua Lung, que no sé si existe todavía. Allí, junto a 4 o 5 operarios ocupaba su tiempo, tomándole las medidas a los clientes, cortando las telas y pegándolas cuidadosamente para que no perdieran su impermeabilidad.

Eso hacía el Warren cuando lo conocimos. Como en esa época andábamos intentando hacer proselitismo político con todo el que se pusiera delante nuestro, un día lo convencimos de que era un escándalo que no se hubiera formado un sindicato en su taller, y como nuestros argumentos parecen haber sido muy contundentes, finalmente se decidió a seguir nuestras indicaciones, con el triste resultado de que él fue despedido y quedó sin trabajo. Nos sentimos tan culpables, que le ofrecimos ayudarnos a organizar nuestros conciertos, y como él tenía el maravilloso talento de meterse en cualquier lado y con cualquiera sin el menor complejo, consiguiendo cosas que a cualquiera de nosotros le hubieran sido imposibles de obtener, rápidamente se transformó en nuestro representante. Y es que el Warren tenía esa valiosísima cualidad de andar por el mundo como Pedro por su casa: todo era natural para él y como le encantaba contar o escuchar historias, rápidamente entablaba conversaciones con cualquiera que encontrara en su camino, fuera este, un humilde campesino finlandés, un político francés de talla o el mismísimo Sha de Persia. Todos sucumbían ante su simpatía y su curiosidad.

Pero también se le ocurrían buenísimas ideas. Una prueba de ello es que inventó los famosos “chupetes” para promocionar nuestros conciertos. Se trataba de afiches colgados a ambos lados de los árboles y que él mismo se encargaba de poner a lo lago de las calles cercanas a los teatros donde nos presentábamos. Así podía poner y sacar los afiches y no necesitaba de una reimpresión completa para lograr el efecto publicitario. La primera vez que usó este método, tuvimos un resultado sorprendente. Fue en el teatro Marconi, en Providencia, y el éxito fue tan grande que tuvimos que prolongar nuestros conciertos una semana completa. A partir de esa experiencia, los “chupetes” se transformaron en su arma mortal y creo que a partir de ese momento nunca más tuvimos un teatro a medio llenar.

Muy rápidamente, su talento como organizador de espectáculos se abrió al trabajo con otros artistas, y gracias a su labor y a sus relaciones pudo formarse la empresa ONAE, que jugó un papel de principal importancia durante el período de la Unidad Popular. Desde allí organizó conciertos con los principales artistas de la época, los Illapu, los Intis, los Parra, los Blops y giras con las agrupaciones artísticas cubanas que visitaban entonces el país: la orquesta Aragón, Amara Portuondo, Carlos Puebla, y otros. Este último llegó a ser un entrañable amigo suyo y hasta se alojaba en su casa cuando visitaba Chile. Carlos, por su intermedio, nos enviaba sus canciones. Una de ellas se transformó en un clásico de nuestro repertorio: “Soy del pueblo”.

El 21 de agosto de 1973 tomamos juntos el avión que nos llevaría a Europa. La verdad es que no necesitábamos su presencia, porque toda la gira estaba ya organizada y varios amigos nuestros que vivían en el extranjero se ocuparían de ultimar los detalles en los países donde tendrían lugar los conciertos. Pero su trabajo con nosotros durante todos esos años había sido tan exitoso y había tenido tan pobres retribuciones que a mí se me ocurrió invitarlo a venir como una especie de premio. Ese viaje fue providencial, pues además de alejarnos a ambos de las garras de la dictadura, nos permitió rearmar nuestra vida lejos del horror que vivieron la mayoría de los chilenos que habían tenido compromisos con el gobierno de Salvador Allende. Cuentan que varias personas sufrieron torturas, debido a que en la imaginación paranoica de los militares, el nombre de Warren se había transformado en un peligroso funcionario que desde las sombras movía todos los hilos del espectáculo durante el período de Allende. Querían saber su nombre y si lo hubieran encontrado, su persona probablemente habría engrosado la lista de las víctimas de la dictadura.

Pero nosotros estábamos ya muy lejos de todo eso. En Francia nos instalamos juntos y el Warren, su mujer y sus hijos fueron durante el largo exilio, parte de esa verdadera familia que formamos los Quilapayún durante todos esos años. Habitábamos todos en la famosa “Tour Z” de Colombes y nos acompañamos y nos apoyamos mutuamente en ese tiempo, que sin duda para todos los que lo vivimos, forma parte de uno de los periodos más hermosos de nuestra existencia. Fueron años de compañerismo, de generosidad, de amistad verdadera, en los que nos teníamos los unos a los otros, cuando faltaba algo en la casa, cuando se enfermaba un niño, cuando había que celebrar un cumpleaños, una pascua, un matrimonio o cuando había que salir a cantar, a grabar o a ensayar. El Warren seguía haciendo diferentes trabajos para nosotros, nos acompañaba en las giras, se preocupaba ante los organizadores de los espectáculos de que todo estuviera en orden, chequeaba las luces, el sonido y hasta vendía nuestros discos a la salida de los conciertos. Era imprescindible y se las arreglaba para entenderse, parloteando un francés que jamás se encontrará en los diccionarios. Si no podía ser músico, al menos vivía con nosotros como si lo fuera, y desde detrás del escenario era un apoyo fundamental para que todo saliera a la perfección.

Tenía un hobby que cultivó durante toda su vida, la fotografía, trabajo que lo hizo atesorar momentos excepcionales. Algunas de sus fotos se exhibieron no hace mucho en el Centro Cultural Palacio de la Moneda. La principal de ellas es un retrato de su familia con Salvador Allende. El Presidente iba en su auto dirigiéndose hacia el centro y se detuvo justo frente a la casa del Warren. Nuestro amigo, que estaba junto a su familia en la puerta de su casa corrió a pedirle que por favor se sacara una foto con ellos. Allende accedió, se bajó del auto y entre risas se sacaron la foto. En su legado de fotos debe haber muchas extraordinarias y es de esperar que alguna vez podamos verlas exhibidas en una exposición.

Durante toda su vida en el exilio, luchó consecuentemente y con todos los medios de que disponía porque volviera la democracia a nuestro país. A través de la venta de discos juntaba dinero para enviarlo al “interior” y se puso siempre a disposición de las fuerzas políticas para hacer todo lo que se le pedía, haciendo de mensajero, de organizador de actos, de acompañante, de productor y hasta de maestro de ceremonias. Su sencillez lo hacía uno de los personajes más queridos del exilio en Francia.

Después vino el retorno, que no ha sido fácil para nadie y en especial para él, que tuvo que adaptarse a nuevas situaciones en las que nunca se sintió muy a gusto. Le costó instalarse en Chile y vivió bastantes pellejerías para lograr salir adelante con sus hijos, que actualmente son todos profesionales exitosos. Nunca dejó de estar presente en nuestros conciertos. El gran acto de conmemoración de los 30 años de la muerte de Allende, en el que todos revivimos muchas de las grandes emociones que nos habían conmovido en el pasado, fue un momento especial para él. Se hubiera dicho que por fin encontraba de nuevo la veta que le había dado verdadero sentido a su existencia. Lo vimos feliz, lleno de fuerza, tomando iniciativas, dando ideas, dispuesto a ser de nuevo uno más en nuestra aventura. También lo vimos iluminado en los conciertos “Inti Quila” y en su colaboración con Alfredo Troncoso, organizador de esos espectáculos. Pero todas esas cosas no eran suficientes como para traer de nuevo esos felices años del pasado.

Hace pocas semanas estuvo en mi casa. Nos sentamos a conversar alrededor de un “tecito” y me contó en detalles toda su historia de relaciones con el Casino de Montecarlo, que yo desconocía. Además de lo entretenido de escucharlo, se comprendía de inmediato que solo al Warren podría haberle pasado una cosa así, la de transformarse en el proveedor de la orquesta cubana del espectáculo, lo cual suponía mantener relaciones de absoluta confianza con las instituciones artísticas cubanas - que no es cosa fácil de lograr - y a la vez, la de contar con la confianza de los Gerentes del Casino más renombrado en el mundo por la rigurosidad y el buen estilo de sus shows. Me lo imagino vestido con su mejor traje, instalado en alguna mesa alejada del escenario, vigilando que todo saliera como él lo había programado y escuchando atentamente esa música que él no podía tocar, pero que no habría llegado a ese lugar sin su trabajo. Esos fueron, sin lugar a dudas, los momentos más gloriosos de su vida, momentos que lamentablemente en Chile no pudo volver a vivir. Las cosas cambiaron demasiado y siguieron un rumbo en el que el Warren ya no pudo cumplir más ese rol protagónico que había logrado tener en el pasado en el mundo del espectáculo.

Su funeral fue absolutamente original y hecho a su medida, respondiendo exactamente a lo que él hubiera querido. Dentro del cortejo, tal como a veces se ve en los funerales de Nueva Orleáns, el “Parquímetro” con su trombón y un trompetista cubano, caminaban interpretando una canción de popular solemnidad. Marchábamos todos lentamente y profundamente conmovidos con la idea imposible de que el Warren estuviera muerto y de que todos estuviéramos participando en su funeral. Llegamos finalmente al sitio donde estaba preparado todo para su despedida y donde se encontraba la mayor parte de la gente. Y ahí tuvo lugar algo emocionante; varios artistas se hicieron presentes: los Intis, Manuel García, unos percusionistas cubanos, Juan Carvajal, Tati Penna, todos presentados por Miguel Davagnino. Se cantó, se hicieron recuerdos, y hasta se bailó un tango junto al ataúd. Todos pasamos de la alegría a la pena, de la risa a las lágrimas, en una ceremonia que a veces era fiesta y a veces funeral. Las palabras de Consuelo, su mujer y de Fernando, uno de sus hijos, fueron desgarradores testimonios de dolor, pero también de intenso e imborrable amor. Porque así como nosotros lo quisimos como amigo, su mujer y sus hijos lo quisieron como esposo y como padre y eso sí que genera lazos definitivos. Su familia fue ejemplar, la buena onda del Warren lo hizo un esposo amante, fiel y lleno de devoción hacia sus hijos a quienes quiso más que a nadie.

Algunos que creen en la otra vida se consolarán diciéndose que el Warren estará ahora organizando conciertos o contándole historias de los vivos a Víctor, al Willy, a la Maju, a la Rayén, a Lucho y a Sergio, que se fueron antes que él. Yo creo que en este caso no es necesario recurrir a este tipo de consuelos, porque Raúl fue un hombre feliz, porque su vida fue plena y porque cuando se tiene una vida plena no se necesitan otras para justificarla. No conozco a nadie que se haya definido como enemigo suyo, o que se haya sentido pasado a llevar por él, o que tenga un reproche que hacerle. Nadie. Fue intensamente amado por su mujer y por sus hijos y fue también querido y respetado por sus amigos. Si el Warren se ha muerto, es en realidad porque a todos nos pasará lo mismo y porque la muerte no tiene contemplaciones con los seres humanos. A ella no le importa cómo fue el que se lleva; simplemente se lo lleva, porque ese es el destino final de todo ser humano. Hay que llorarlo, hay que sentirlo y hay que volver de nuevo la mirada hacia los que se quedan vivos, porque eso es lo que él nos hubiera pedido y lo que a nosotros nos corresponde hacer. Los que lo conocimos, lamentamos fuertemente su pérdida y los que no lo conocieron se perdieron la presencia de alguien que hubiera pasado por sus vidas, tal vez fugazmente, tal vez durante años, dejando un dejo de alegría que solo los hombres buenos pueden dejar. No fue egoísta ni indiferente, solo amó a la música y a los artistas y les consagró su vida y su alma de niño, iluminando con su luz tenue, pero definitiva, nuestra vida y nuestro corazón.